Utopía (2): las reglas comunes

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(Foto de Claudio Schwarz en Unsplash)


El objetivo de esta serie no es buscar qué tipo de partidos o qué corrientes son mejores que otras, sino cómo puede estar organizado un sistema para que sean los ciudadanos corrientes, y no los tipos del despacho, quienes a priori puedan salir más beneficiados de la vida en sociedad. Al tipo que manda le interesa tener poca competencia (igual que a tu pareja tóxica le interesa decirte que sin ella no eres nadie y encerrarte en casa), pero a nosotros nos conviene tener cuantas más opciones mejor. Si quieres el despacho no te vale con ser un poquito menos malo que el otro porque las alternativas son pocas: te lo vas a tener que currar de verdad.

En el post anterior llegamos al punto de los miniestados confederados, cuanto más atomizados mejor; nos quedamos en las provincias, pero podríamos seguir bajando a mancomunidades o incluso ayuntamientos (sería mi opción). Dejémoslo en provincias para el ejemplo, siempre que sean pequeñas y haya muchas (si no el sistema estaría pervertido), pero la idea es la misma. ¿Qué reglas de juego establecemos para estas divisiones, para que haya competencia de verdad entre sus dirigentes y los ciudadanos sean lo más valiosos posible? De eso va este capítulo.

Hay que empezar por decidir qué hacemos con el Gobierno confederal. Como ahí no quedará más remedio que tener un oligopolio entre pocas opciones, nos interesa que tenga las atribuciones mínimas para que el país funcione eficientemente y nada más: relaciones internacionales, defensa, justicia y seguridad interna (solo para asuntos confederales, es decir delitos o asuntos que impliquen un ámbito de más de una provincia) y una oficina de coordinación de proyectos entre provincias para hacer más fáciles las cosas cuando varios fragmentos del país necesiten ponerse de acuerdo en algo.

Por cierto: uno de esos proyectos podría ser una moneda común; algunas divisiones querrían unirse y otras no (dependería del modelo económico y fiscal que elija cada una), los proyectos comunes deberían ser siempre voluntarios y esa oficina está solo para hacer las cosas más fáciles y ayudar. El poder oligárquico confederal es solo una herramienta.

A todo esto hay que añadir cuatro funciones críticas para que la cosa pueda funcionar. Primero, el registro del censo y el aparato práctico de recaudación de impuestos (la provincia toma las decisiones, pero el Estado confederal es quien se encarga de cobrar y repartir), para que así cualquier ciudadano se pueda mover libremente a cualquier punto del país sin que el Gobierno local tenga siquiera la posibilidad de ponerle trabas; segundo, el control y recuento de las elecciones provinciales; tercero, la política de inmigración y concesión de ciudadanía (ya que un inmigrante una vez dentro va a poder moverse a donde quiera, una provincia no puede decidir aisladamente quién entra porque afecta a las demás); y cuarto, un tribunal de garantías (y unas fuerzas de seguridad suficientes) específicamente dedicadas por una parte a mantener la supremacía de la Constitución confederal en todos los rincones de todas y cada una de las provincias del país, y por otra a dirimir cuestiones sobre derechos confederales de los ciudadanos frente a las Administraciones locales (ejemplos: si me quieren encerrar ilegalmente en una provincia, o si me quieren cobrar impuestos por un período en el que estaba registrado en otro sitio).

Con esto hemos conseguido un doble objetivo: que el Gobierno confederal no tenga más poder que el imprescindible (ya que irse a otro país es difícil, al menos que el alcaide nacional oligopolista no pueda afectar demasiado a nuestras vidas), y que los Gobiernos provinciales, que serán los que tengan más influencia sobre los ciudadanos, al menos no tengan mecanismos para retenerlos o ponerles trabas a su movilidad. Si te mudas a la provincia de al lado no tienes ni que decírselo a tu Gobierno local; cambias tu dirección en el censo confederal (que notificará el cambio a las provincias de salida y de llegada) y te largas.

A partir de esta estructura, lo que haga cada unidad local (provincia, mancomunidad, ciudad o como se divida la nación) va a su criterio y en la practica, salvo ese marco común, sería como si fueran países totalmente autónomos: ¿que en una quieren instaurar un régimen socialista con impuestos muy altos y muchos servicios públicos? Tú mismo, lo que quieras. ¿Que en la de al lado quieren dejarlo todo al sector privado con impuestos bajos y que cada uno se pague lo suyo? Oye, como tú lo veas. ¿Que un Gobierno local se declara ultrafeminista y pone leyes discriminatorias contra los hombres? Tus votantes sabrán. ¿Que en el de al lado fijan como idioma oficial el sueco? Si tus ciudadanos te lo aceptan, adelante. Unas provincias apostarán por modelos de austeridad (bajos impuestos, poca deuda, pocos servicios) y otros por modelos basados en gasto (muchos servicios pagados con impuestos altos y/o deuda), unos por modelos de sociedad más conservadora y otros más abiertos…

Da igual lo que quiera hacer cada provincia o unidad confederal, mientras se cumplan los tres criterios básicos: el primero, que los ciudadanos voten libremente (el Gobierno confederal se encargará de garantizar eso); el segundo, que los ciudadanos puedan irse a la provincia de al lado sin pestañear y sin que el Gobierno local pueda hacer absolutamente nada para evitarlo; y el tercero... Bueno, el tercero es la clave de todo, pero hablar de ello requiere su propio post así que lo dejamos para el siguiente.


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