A 30 minutos de la muerte


Communards: Never can say goodbye

Hablando con mi madre el otro día me recordó lo que me pasó cuando cumplí los 30: me tuve que enfrentar a la idea de que me quedaba menos de media hora de vida. Dicho así suena tremendo y la verdad es que lo fue, pero en aquel momento me lo tomé con una tranquilidad que aún hoy me sorprende...

Todo sucedió porque me cogí una tremenda salmonelosis justamente con mi tarta de cumpleaños. La había llevado a un curso que estaba haciendo para celebrar con mis compañeros que justamente además las clases acababan en un par de días, pero al final me la comí prácticamente yo solo (me llamo Mandelrot y soy chocohólico). Esa noche ya la pasé fatal como se podrán imaginar, y por la mañana cuando ya empecé a vomitar sangre mi madre, que estaba allí ayudándome -qué bueno es tener madre-, ya se alarmó de verdad.

Perdón por los detalles desagradables pero ya verán que tienen algo que ver. Como uno no puede evitar tener una mente freak llegó un momento en que hice un cálculo rápido: me figuré que tenía algo roto por dentro y se había abierto una hemorragia, el estómago se llenaba de sangre hasta que la tenía que expulsar... Y con lo que estaba echando a ese ritmo -calculé- me quedaría una media hora para perder la consciencia y después morir.

Ahora vamos a hacer un alto para que se hagan ustedes la misma pregunta que me hice yo. Imagínense que se encuentran en esta situación: ¿qué harían? Si me hubieran preguntado en cualquier otro momento yo habría dicho sin dudarlo "me habría comido todo el chocolate que hubiera en la casa y en la tienda de enfrente"; pero claro, justo entonces no estaba para pensar en comida... De todas formas, olvidémonos de las circunstancias concretas. Por la razón que sea saben que sólo les queda ese tiempo, ¿en qué lo emplearían?

Hoy yo puedo responder a esa pregunta porque lo hice de verdad. Estuve un momento pensando mientras mi madre llamaba a una ambulancia; estaba muy débil, tampoco podía ir a ningún sitio -y en una ciudad con el tráfico de primera hora de la mañana el viaje hubiera sido tiempo perdido-, y darme un superatracón quedaba descartado. ¿Qué me quedaba?

Al final me dije: "ya que me voy a morir ¿voy a acabar mi vida apestando a enfermedad y a sudor de toda la noche sufriendo? De eso nada, por lo menos me muero limpio y fresquito". Así que me metí en la ducha como pude, mi madre puso el grito en el cielo porque, aunque está acostumbrada a mi forma "lateral" de pensar, le parecía un disparate pensar en ducharme en esas circunstancias -qué pesado es tener madre-, y me di la ducha supercaliente más rica de toda mi vida. Aparte de un momento en que vomité otra vez y de que me temblaban literalmente las piernas, la sensación fue absolutamente fantástica. Me estaba secando con la toalla y recuerdo que pensé "ahora sí, estoy listo".

Iba en la ambulancia pensando que en realidad era el momento ideal: mi 30 cumpleaños, acababa de terminar un curso (de alemán, mi tercer idioma), había estado aprendiendo y digamos "avanzando hacia arriba" siempre, no tenía pareja ni una familia que dependiera de mí ni dejaba deudas o cuentas pendientes, y mi tranquilidad era absoluta. ¡Perfecto!

Pero no hubo "suerte", por decirlo así: en el hospital me hicieron de todo como se podrán imaginar, y al final me salvaron. Recuerdo que hubo un momento en que, entubado y ensartado por todas partes y después de nosecuánto tiempo que llevaba allí, tenía a tres personas dando vueltas a mi alrededor y el médico me dijo "ha tenido suerte, quince minutos más y no lo cuenta" y yo pensé alegrándome: "mi cálculo era correcto"... Por cierto que la conversación con el doctor fue curiosa: le dije como pude "tiene usted pinta de ser muy bueno", me respondió "llevo treinta años en esto" (coincidencia curiosa) y yo añadí "hay gente que en treinta años no aprende nada". El tipo levantó la vista para mirarme un segundo y concluyó: "bueno, por lo menos lo suyo me lo sé".

Después de aquello me pasó otra cosa curiosísima: tuve que estar sin comer una semana aparte del suero, y luego poco a poco fui probando los alimentos por orden: pan, arroz, etc, y al final lo último fueron los lácteos (que desde entonces ya nunca me han sentado bien, por cierto). Claro, después de todo ese tiempo la primera vez que probé el pan seco fue una fiesta en mi boca; el arroz sin nada me trajo un sabor totalmente nuevo y que me resultó delicioso, y así con cada cosa que iba comiendo y que hasta entonces me habría parecido de lo más soso sin algo para acompañar, sal, alguna salsa, lo que fuera.

Es decir, gracias a aquella experiencia descubrí los sabores básicos de las cosas que había olvidado de estar toda la vida acompañándolos con añadidos que alteraban su esencia. Desde entonces mi comida favorita son los cereales, por ejemplo ahora sé que no me gusta la carne roja, el tofu crudo me parece una delicia, la leche me sabe demasiado fuerte, y vivo en un mundo "gustativamente primario" que me encanta.

Pero bueno, volviendo a la experiencia de estar a unos pasos de acabar mi vida, para mí aquello fue una de las mejores cosas que me ha pasado nunca: no se pueden imaginar la tranquilidad que tengo desde entonces, porque el hecho de ver que pierdes lo fundamental y aún así puedes tener buenas sensaciones y afrontarlo con entereza me ha hecho perder el miedo a -casi- todo lo que me pueda pasar. Tenía que haber muerto a los 30 y ahora considero que estoy viviendo con tiempo prestado; lo que venga a partir de ese momento bienvenido será e intentaré aprovecharlo lo mejor que pueda, y cuando se acabe... En fin, espero que entonces no se me haya olvidado la lección y que pueda tomármelo con calma, que el momento me resulte adecuado y que, si hay suerte, incluso tenga algo de tiempo para darme una buena ducha caliente.

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